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—Pues, como todo hombre de ciencia.

—Así es.

¡Oh, si fuera un poeta, un artista, un joven de pasiones ardientes!

Ah, entonces !

Ah! yo soy muy desgraciada, muy desgraciada: yo que tengo un corazón volcánico y que comprendo todos los secretos del amor.

—Cierto; es una desgracia ser como usted es, Mercedes.

—Así se lo digo todos los días en su cara.

—¿A quién?

—A Rivera, pues.

¡Ah!

—Se lo digo, sí, y á gritos.

Lo que me ha dicho usted á mí?

Y mucho más.

Y él, qué le dice á usted, señora?

—Nadu. Qué ha de decirme?

Y no le hace á usted algo?

— Qué! si no puede hacer nada.

Es muy bueno ese señor Rivera!

—Sí, es muy bueno, pero no me sirve. Yo pecesito un hombre de imaginación ardiente, un hombra de talento. ¡Oh, un hombre así, para que nos enloqueciésemos juntos!

— Santa Bárbara, señora!

—Sí, que nos enloqueciésemos, que estuviésemos juntos todo el día, que...

¿Qué más, señora?

—Que nos encerrásemos, aunque Rivera se enojase, y allí compusiéramos versos y leyésemos juntos todas mis obras.

Ah, es usted autora?

—¡Pues no!