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ere sacer un elegre partido de la conversación con aquella original criatura. La más original, sin duda, en la familia de Rosas, donde todos los caracteres tienen alguna novedad; la más original pero la menos ofensiva, y la de mejor corazón.

Con ese apellido, tan histórico desgraciadamente, ninguna mujer ha obrado el mal; y ningún hombre ha dejado, más o menos, de hacer sentir los arranques de su carácter despótico.

—Y después quedarían las paces hechas, como dos buenos esposos—había dicho Daniel.

¡Qué! ¡no! después se fué é acostar á su Buarto.

— Ah! tienen ustedes cuarto aparte?

¿ —Hace más de dos años.

SI ?

Y es por eso cómo le hago rabiar. Yo paso unas soledades terribles, pero no cedo. Porque, mire usted, yo soy una mujer de pasioces violentas.

Tengo una imaginación volcánica, y no he encontrado todavía quien me comprenda.

Pero, señora, y su marido de usted?

Mi marido?

—Pues, el señor Rivera.

Marido, marido! ¿Pero hay cosa más insoportable que un marido?

Es posible?

No hay nada más prosaico.

Ah!

—Más material.

SI ?

—Jamás la comprenden á una.

—¡Pues !

—Además, Rivera es tonto.

—También?