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La noche estaba fría. El pobre Daniel iba en cuerpo, pero el calor de la rabia que llevaba al verse tomado por asalto, le impedía felizmente echar de menos su capa.

—No, no vayamos tan ligero—dijo Mercedes.

—Como usted quiera, señora contesto Daniel.

—Sí, vamos despacio, y ojalá que encontrásemos á Rivers!

¡Si, sf, ojalá t Cómo rabiaria I —¿Es posible?

¡Toma!

Y, por supuesto, que me la quitaría á usted?

¡Qué vea usted. Voy á contarle una cosa.

La otra noche me encontró cuando venía de casa de Agustina con un mozo. Me vió, y atravesó á la vereda de enfrente. Yo, que lo conocí en el acto, ¿qué le parece á usted que hice?

—Lo llamaría usted.

¡Qué Nada. Me hice la que no le había visto. Empecé á caminar y doblar calles. Casi perdi un sapato que se me había enchancletado. Pero, nada; siempre doblando calles, y Rivera sigue que sigue, por la vereda de enfrente. Yo conocía que venía ardiendo, y dale; á propósito lo hacía: hablaba despacio, me paraba de cuando en cuando, ne refa de repente, hasta que al fin llegamos á casa, después de haber andado más de una hora, con Rivera por detrás. Allí fué la buena; gritó hasta que más no pudo; pero al cabo tuvo que venirse á las buenas; se hincó, me besó la mano, y después...

—Y después quedarían las paces hechas, como entre dos buenos esposos—le dijo Daniel interrumpiéndola, y persuadido ya de que lo mejor