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tre aquellas gentes, cuya sociedad buscabe Rosas para su hija.

Manuela, aunque acostumbrada á este coro, se ruborizaba, sin embargo, de que Daniel oyese aquel lenguaje que se lo tributaba como homenaje debido á su posición. Pero con esa elocuencia que aquél poseíe en sus miradas, dióle resignación por varias veces, acabando de convencerla de que habla en él una remarcable superioridad sobre los otros.

La sala quedó al fin despejada, y la señora doña Mercedes Rosas de Rivera levantóse para retirarse. Y con aquella su candidez caracteristica le dijo abrazándola:

—Conque, hijita, me voy, y me llevo á Bello para hacer rabiar á Rivera.

Manuela fingió sonroirse.

—No me deje, mujer—continuó la primera, está como nunca. Anoche hasta me pellizcó; pero yo, nada... le he de hacer rabiar, hasta qué deje de celarme.

2 Conque se va usted, tía?

—Sí, hijita, pues, hasta mañana.

Y Mercedes imprimió sus labios y sus rubios lunares en la pálida mejilla de su sobrins..

Adiós, Manuelita. Descanse usted—le dijo Daniel dándole le mano, y con una expresión ten dulce y consoladora, que, tocada la sensibilidad de aquella desgraciada criature, sus ojos se anublaron de lágrimas al quedarse completamente sola en su salón.

Mercedos, entretanto, enlazó su brazo al de su compañero, y mbos atravesaron el gran patio, salicron á la calle del Restaurador, y dohlaron luego hacia el Correo.