— tiendo á cada momento con esas maldiciones que me enferman, y sobre todo, con la expresión de —un odio que yo no creo, porque toda esta gente es incapaz de pasiones? ¿Qué necesidad, además, de venir aquí mismo á atormentare la cabeza con estas cosas, impidiendo así que se me acerquen las personas de mi sexo, ó los amigos que yo quisicre?
—Es cierto, señorita—dijo Daniel con el tono más sencillo del mundo.—Es cierto; á usted le hacen falta algunas jóvenes de su edad y de su educación, que la distraigan y le hagan olvidar un momento los sobresaltos en que vive en esta épo ca terrible para todos.
Oh, cómo sería feliz entonces !
—Conozco una mujer cuyo carácter se armonizaría perfectamente con el de usted, la comprenderia y la querría.
${?
—Una mujer que simpatizó con usted desde el primer momento que la vio.
— De veras?
—Que no hay un día que no me haga algune pregunta relativa á usted.
—Oh! y quién es?
—Una mujer que es tan desgraciada, ó quizá más que usted misma.
Tan desgraciada?
—Sí.
No; no hay en el mundo ninguna más desgraciada que yo dijo Manuela exhalando un suspiro y bajando húmedos sus ojos.
—Usted siquiera no es calumniada.
—Que no soy calumniada?—exclamó Manuela alzando su cabeza y fijando sus ojos resplande-