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—A la primera orden que nos dé el Restaurador, la primera cabeza que corte yo, se la he de traer á usted, doña Manuelita—dijo Parra.

Manuela hizo un gesto de repuguancia y volvió los ojos á la mujer de don Fernín Irigoyeu, que tenía á su lado.

—Los unitarios son demasiado feos para que quiera verlos Manuelita—dijo Torres buscando pocerse de acuerdo con la hija de su padre.

—Así es, pero, degollados, se han de volver muy buenos mozos—contestó doña María Josefa.

Si á le niña no le gusta ver cosas, yo no le he de traer la cabeza que le he ofrecido—replicó Parra, pero los hombres, sí; los hombres es preciso que veamos todos las cabezas de los unitarios, sean lindos ó feos—continuó dirigiéndose á Torres porque aquí no hemos de andar con gambetas. Todos somos fedorales y todos debemos lavarnos las manos en la sangre de los traidores unitarios.

— Cabal!—gritó Salomón.

—Eso es hablar dijo Merlo.

—Y el que no quiera hacer lo que los restauradores que han de morir por el señor don Juan Manuel de Rosas y su hija, que alce el dedo—dijo Gaetan.

—Mándeme doña Manuelita, y mándeme donde quiera, que yo solo hasto para traerle un rosario de orejas de los traidores unitarios.

Manuela volvió los ojos hacia todas las mujeres que allí había. Buscaba alguna simpatía de sexo, alguna armonía blanda de espíritu, algún signo de gnación que la fortaleciese. Pero nada... n2da... nada. Allí no había, en hombres y mujeres, sino fisonomías duras, encapotadas, siniestras. En