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cosa que esclavos envilecidos que venían delante de ella á jactarse de un sentimiento que era en ellos, más que otra cosa, la inspiración de sus instintos malos, y de su concienicia sometida al miedo y á la voluntad de su amo.

Pero, en cambio, las demás mujeres gozaban por ella.

La una admiraba la elocuencia de su marido.

La otra renegaba del suyo porque no gritaba tanto como los otros. Pero se contentaba con que todos oyesen que ella había hablado por él.

Y otra, en fin, se envanecía de poder repetir it Manuela las palabras de su marido, que ésta no oía bien entre el tumulto.

Mercedes Rosas, que también hacfa parte de la reunión, se alegraba a su vez porque las miradas de los hombres se dirigían á ella á la par que á Manuela, cuando hablaban del degüello y exterminio de los unitarios para defender así la federación, al Restaurador y á los federales, palabras galantes con que los oradores de aquella asamblea cortejaban á las amables damas que allí había.

Y, por último, doña Maria Josefa Ezcurra gozaba por todos ellos y por todas ellas.

Larrazábal acababa de declarar en alta voz que él no esperaba sino la autorización de Su Excelencia para ser el primero que mojase su puñal en la sangre de los unitarios.

—Esc es hablar como buen federal—dijo doña Maria Josefa en alta voz.—Por la tolerancia de Juan Manuel se han ido del país los unitarios que hoy vienen con Lavalle.

—Vienen á su tumba, señora—le contestó un hermano federal, y debemos felicitarnos de que se hayan ido.