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tos troncos sobre que reposaba la santa é inmaculada causa federal.

ww Las paredes de aquel salón tenían oidos y boca para repetir al Restaurador de las Leyes lo que allí se decía; pero no podían tener unos ní otra para el general Lavalle. No había, pues, miedo.

Cada grupo describía á su modo la situación política, pero ninguno disentie en opinión respecto al triunfo seguro del Restaurador sobre sus inmundos enemigos.

Según unos, la cabeza de Lavalle iba á ser puesta en una jaula en la plaza de la Victoria.

Según ctros, todo el ejército prisionero debía venir á ser pasado á cuchillo por la Sociedad Popular, en la plaza del Retiro.

Las mujeres tomaban su parte también. Ellas declaraban que las unitarias, madres, esposas, bijas, bermanes de los traidores que traía Levalle, les debían ser entregadas pere cortarles la trenza y tenerlas después á su servicio.

Manuela no hacía sino volver los ojos de uno á otro grupo, oyendo ese certamen del crimen, en el cual todos competían por ganarse el triunfo en la emisión de una idea más criminal que las otras.

Para Manuela esto no era sorprendente, sin embargo, porque la repetición de esta escena le había hecho perder su admiración primitiva. Pero tampoco gozaba con ella, porque en su corazón de veintidós años no podía ser música agradable un coro perpetuo de juramentos y de maldiciones.

Además, la costumbre de tratar á aquella gente le había dado el conocimiento de su importancia real, y ella sabía que no tenían para su padre ni eun la noble fidelidad del perro; que no eran otra