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rompiendo en el tocador; cuando se lanzaron á las sillas y á la mesa, el mismo Eduardo, impaciente por aquellos obstáculos que impedían el alcance de su espada, con sus pies trataba de separar las sillas, y ya poco faltaba para que hubiese un camino expedito de la una á la otra habitación, cuando Daniel descargó su terrible maza sobre la espalda de uno de los que se agachaban á separar una silla del lado del aposento, y el baudido vino á ocupar el lugar que despejaba Eduardo.

¡Salva á Amalia, Daniel, sálvala; déjane solo, sálvala!—gritaba Eduardo, temblando de furor, menos por el combate que por el obstáculo que no podia remover con las manos, porque con su espada hacía frente los puñales y sables que había del otro lado de ellos, mientras que temía tropezar y caerse si intentaba separarlos de los pies.

Todo esto habría durado como diez minutos, cuando seis ú ocho bandidos dejaron el aposento y se retiraron por el tocador, mientras que los restantes continuaban, á la voz del jefe que quedaba con ellos, tratando de separar los muebles caídos, pero con tal temor, que apenas habían separado dos o tres sillas que no estaban al alcance de la espada de Eduardo.

Ninguno de los dos jóvenes estaba herido, y Eduardo, en el momento en que su brazo descansaba un segundo, dió vunlta la cabeza para ver á su Amalia, al través de los vidrios del gabinete, contenida por un moribundo y una niña y volviéndose á su amigo, le dijo en francés:

—Sálvala por la puerta de la sala; sal al camino, gana las zanjas de enfrente; y en cinco mi-