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14 la sangre que le cubría los ojos, con la derecha, donde tenía su sable, trataba de cerrar la puerta de la sala.

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La pluma, el pensamiento mismo, no puede alcanzar todos los accidentes de esta escena, en todo su movimiento súbito y veloz.

La voz de Eduardo que decía á su esposa asida de su brazo y de su cintura:

—Nos pierdes, Amalia, déjame, pasa á la sala, —no se oía entre el ruido y la grita infernal que venía del palio, del tocador, y de aquellos que entraban en el aposento, y uno de los cuales había caído á los pistoletazos de Eduardo.

El cristal de los espejos del tocador saltaba hecho pedazos á los sablazos que pegaban sobre ellos, sobre los muebles, sobre los vidrios de las ventanas, sobre las losas del lavatorio, en cuanto había, siendo estos golpes acompañados de una gritería salvaje, que hacía más espantosa aquella escena de terror y de muerte.

A los tiros de Eduardo, los que invadieron la alcoba, habían, unos retrocedido algunos pasos, otros parádose súbitamente, sin avanzar hacia las mesas y las sillas caídas delante de la pucrta. Pero dos hombres se precipitaron en aquel instanto en el aposento.

—¡Ah, Troncoso y Badía!—gritó Daniel arrojando otra silla, parándose contra el perfil de la puerta, y sacando de su pecho aquella arma con me había salvado á su amigo en la noche del 4 de mayo; única que llevaba, y que era impotente en la desigual lucha que iba á trabarse.

Y cuando aquellos dos hombres se precipitaban como dos demonios, el uno con la pistola en la mano, y el otro con un sable, Eduardo alzó á