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de Amalía. Y todo esto, desde el grito hasta la vista de aquellos hombres, ocurría en un instante tan fugitivo como el de un relámpago.

Pero con la misma rapidez también, Eduardo arrastró á su esposa hasta la sala, y tomó sus pistolas de sobre el marco de la chimenea.

— Inmediatamente, porque todo era simultáneo y rúpido como la luz, Daniel arrastró la mesa y la tumbó con lámpara, bandeja y cuanto tenía, junto á la puerta que separaba al gabinete de la alcoba.

Silvanos, Daniel!—gritó Amalia precipitándose á Eduardo cuando tomaba las pistolas.

—Si, mi Amalia, pero sólo peleando; ya no es tiempo de hablar...

Y estas últimas palabras perdiéronse á la deto nación de las pistolas de Eduardo, que hizo fuego, á cuatro pasos de distancia, sobre ocho ó disz forajidos que ya pisaban en la alcoba; mientras, Darel tiraba sillas delante de la puerta, y á tiempo que otro tiro se disparabe, en el patio, y un rugido semejante al de un león, dominaba los gritos y las detonaciones.

Dios mío, han muerto & Pedro — gritaba Amalia prendida del brazo izquierdo de Eduardo que no conseguía desasirse de ella.

—Todavía no—dijo el soldado entrando por la puerta de la sala, que daba al zaguán, bañado el rostro y el pecho, en la sangre que corría á ríos de un hachazo que había recibido en la cabeza, y tirando, al mismo tiempo que decía estas palabras, la espada de Eduardo, que vino á caer cerca del grupo que formaban todos en el gabinete, delante de la barricada improvisada por Daniel; y, mientras que con el brazo izquierdo se limpiaba