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Fugaz, animador, espirituoso, voluble y gracloso en los giros de la conversación, era imposible resistir al sello que él le imprimiese.

Por último, sólo le faltaba hacerles enojarse, para darles el placer de que se reconciliasen fuego.

Porque no hay nada más en armonía con las necesidades del corazón enamorado, que esos pasajeros enojos que preparan la reconciliación, y en ella, más impetuosa, la reacción de los afectos.

Y así fué que, con una gran seriedad, tomando su segunda taza de té, dijo é su amigo:

—Ah, Eduardo, una cosa se me ha olvidado preguntarte: ¿qué hago de la cajita de cartas?

La cajita de cartas!— contestó Eduardo, mientras Amalia se puso á mirarlo fijamente.

—Sí, pues —repuso Daniel con la misma gravedad, la cajita de cartas, donde creo que hay también cabellos de Amalia, por el color.

—Te has vuelto loco, Daniel?

—No, gracias a Dios.

—¿ Y por qué disimule usted, caballero? ¿Qué cosa más naturel que tener esos recuerdos y querer conservarlos?

—Te juro, Amalia mia, que en mi vida he tenido semejante caje, ni sé de qué cartas me está hablando Daniel. O está jugando, ó, repito, se ha vuelto loco.

—Pero, ¿por qué negarlo?—repuso Amalia rosada y fingiendo una sonrisa que abrumaha á Eduardo.

—Ves, Daniel, lo que sacas con tus bromas?

—reconvino Eduardo que empezó á comprender el capricho de su amigo.

—De modo que...

—De modo que haces mal, porque lo ves?