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Eduardo la había seguido sin volver en si de su sorpresa, ó más bien, de su profunda perturbación, al notar el estremecimiento y la repentina palidez de su esposa.

—Pero Dics mío! ¿qué es esto? ¿qué tienes, mi Amalia? le preguntó al fin, tomándola de la manc y sentándola en el pequeño sofá del dormitorio.

Z Nada, nada, Eduardo, nada, ya pasó... he sufrido tanto... supersticiones... los nervios; ¡qué sé yo pero ya pasó.

—No, no, Amalia; ha habido algo especial; algo que no sé; pero que quiero saber, porque sufro más que tu en este momento.

—No sufras, pues: ha sido la campana del reloj; he ahí todo.

—Pero...

—No me preguntes, no me hagas reflexiones; sé cuanto me dirias; pero no lo he podido remediar; y toda la tarde he suirido iguales impresiones al oir las horas.

—Nada más?

Te lo juro.

Eduardo respiró como si se aliviase su alma de un enormie peso.

—Mi Amalia—lo dijo,—cuando ts sentí estremecer y huir de mis brazos, y te vi vonir á refugierte en Dios, una idea horrible cruzó por mi cabeze, y he sufrido en un minuto un siglo de tormento. Pensé ver en todo aquello una sensación de disgusto, una protesta de tu alma contra el lazo que acaba de ligamos para siempre.

Eduardo! y lo has creído? ¡también esto, Dias sartol