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zó de su brazo; pasaron por la alcoba y por la antosala, y llegaron al salón donde estaban de pie, mirando un cuadro, el sacerdote y Eduardo.

Este último vestía todo de negro y guantes blancos. Sobre su pálido semblante resaltaban más gus cabellos negros como el ébano, y sus hermosos ojos, rodeados de una sombra aterciopelada, que daba á su varonil fisonomía un tinte de poesía y de pesadumbre que parecía un contraste de artista.

11 LA

Por bien templada que fuese el alma de aquel hombre, era imposible que donde hubiese corazónhubiese indolencia para los grandes juegos á que se arrojaba su vida en esa noche. El matrimonio, que corta la vida del hombre, que separa el pasado del porvenir, que fija la suerto ó la desgracia del resto de la existencia; la separación del objeto amado al libar la primera gota de la felicidad apetecida; y, por último, la emigración, com la muerte cerniéndose sobre la cabeza, á cada paso que diese en los bordes de la patria, para decirles adiós, eran circunstancias capaces de dominar y oprimir el alma más acostumbrada á los golpes de hierro del destino, cuando todas ellas debían tener lugar en el pequeño círculo de pocas horas.

El y su Amalia se dirigieron un millar de palabras en su primera mirada.

Y el sacerdote que estaba instruido por Daniel de la necesidad de terminar brevemente aquella ceremonia, cuyos requisitos habían sido allanados de antemano por el joven, se preparó en el momento para el acto más serio, quizá, de su misión en la tierra: el que liga dos vidas dos almas; el que santifica en el mundo una inspiración que sólo viene de Dios, y mezcla el nombre de