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sensibilidad sin arte, sin esfuerzo, hija del corazón y de los recuerdos.

— —Otra cosa, Pedro—prosiguió Ainalia.

—Diga usted, señora.

—Quiero que sea usted testigo de mi casamiento. No habrá nadie más que usted y Daniel.

El soldado, por toda contestación, se acercó ú Amalis, le tomé la mano entre las suyas convulsivas de emoción é imprimió en ella un respetuoso beso.

Se han ido ya los dos criados de la quinta?

Desde la oración los despaché, como me lo provino usted.

—Entonces, está usted solo?

—Solo.

—Bien. Mañana repartirá usted estos billetes entre los criados, sin decirles por qué—y Amalia tomó de sobre la mesa un puñado de papeles de banco, y se los dió.

—Sonora—dijo Luisa,—me parece que siento ruido en el camino.

—Está todo cerrado, Pedro?

—Si, señora. Pero esta puerta de hierro que da á la quinta, yo no sé cómo es eso...van dos veces, ya se lo he dicho á usted, que la he encontrado abierta por la mañana, cuando yo mismo la cierro y guardo la llave bajo mi almohada.

—Bien, no hablemos de eso esta noche.

—Señora—repitió Luisa,—siento ruido, y me parece que es un coche.

—Sí, yo también.

—Y ha parado—prosiguió Luisa.

—Es cierto. Ellos serán. Vaya usted, Pedro, per no abra sin conocer.