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Pedro, mi buen amigo—lo dijo Amalia,—nada va á cambiar en esta casa. Yo quiero ser siempre para usted lo que he sido hasta hoy; quiero que me cuide usted siempre como á una hija; y la primera prueba de cariño que quiero recibir de usted en mi nuevo estado, es la promesa de que nunca se separará usted de mi.

—Señora, yo... yo no puedo hablar, señoradijo el viejo sacudiendo como con rabia su cabeza, ó como si con ese movimiento quisiera castigar las lágrimas que lo inundaban los ojos y le entorpecían la palabra.

—Bien, me diré usted un st, solamente. Quiero que me acompañe usted á Montevideo la semana que viene, porque el que va á ser mi marido debe emigrar esta misma noche, y mi obligación es seguirlo en su destino; ¿vendrá usted, Pedro?

—Sí, pues, si, señorn, si—contestó dándose aires de que estaba muy entero y podía decir muchas palabras.

Amalia se acercó á una mesa, abrió una caja de ébano, llena de alhajas, tomó un anillo y se vclvió al antiguo camarada de su padre.

—Este anillo—le dijo, está formado de cabellos míos, cuando era niña. No tiene más valor que ese, y por eso se lo doy é usted para que lo conserve siempre; mi padre lo usaba en el ejército.

— Toma, éste es, lo conozco, vaya si lo conozco!—dijo el soldado inclinando la cabeza y besando el anillo que había estado en las manos de su coronel, como si fuese una reliquia sante.

Los ojos de Amalia y de Luisa se anublaron de lágrimas en ese momento, en presencia de aquella