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podido contar los siguientes en los latidos del corazón de Amalia, al través de los encajes que cubrían su seno; y súbitamente, el granado de sus labios y la rosa de octubre de su rostro tomaron los colores de la perla y del jazmín.

— Se vuelve usted á poner pálida, señora, y tan luego, ahora que acaban de dar las ocho!

—Es por eso, precisamente—contestó Amalia, pasándose la mano por la frente, y sentándose.

Porque son las ocho?

—Si. No se qué es esto: desde las seis de la tarde, cada vez que siento dar las horas, sufro horriblemente.

—Sí, tres veces lo he notado. Eso es: desde las seis, ¿y sabe usted lo que voy á hacer?

¿Qué, Luisa?

Voy & hacer parar el reloj, para que, cuando dé las nueve, no se vuelva usted á enfermar.

—No, Luisa, no. A las nueve ya estarán aquí, y todo habrá concluido. Ya se ha pasado: no es nada—repuso Amalia levantándose y volviendo á sus colores anteriores.

—Es verdad, es verdad, ya vuelve usted á estar tan linda como antes; tan linda como nunca la he visto é usted, señora.

—Calla; anda y llama á Pedro.

Y, entretanto, Amalia desprendía de su seno el medallón con el retrato de su madre, y lo llenó de besos. Y apenas acababa de prenderlo de nuevo sobre el seno de su vestido, cuando volvió Luisa con Pedro, tan bien afeitado y peinado, con una levita abotonada hasta el cuello, y con aire tan marcial, que parecía tener veinte afios menos, en aquel día en que iba á casarse la hija de su coronel,