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Pero antes, nos fijaremos en un coche que påra á la puerta de una casa de pobre apariencia en la calle de Corrientes, y de donde sale, al momento, un sacerdote anciano que sube al carruaje y saluda á dos individuos que parecían esperarlo en él. Los caballos partieron en el acto, doblaron por la calle de Suipacha, con dirección al Sur, y al cortar la calle de la Federación, el cochero tuvo que sofreuarlos para no atropellar á tres jinetes que venian de la parte del campo, sus caballos sin herrar, y con la apariencia de haber galopado buenas leguas. Uno de los caballeros parecía de alguna edad, y ser el jefe ó el patrón de los otros, por la distancia respetuosa que guardaban de él, y por el gauchesco lujo de su caballo.

Acababan de dar las ocho.

La calle Larga de Barracas era un desierto.

La mirada se sumergía en ella, y no hallaba un ser viviente, ni una luz, ni un indicio de vida, ni se percibía otro ruido que el de la brisa entre las hojas de los árboles. Parecía uno de esos parajes que escogen los espíritus de otro mundo, para bajar al nuestro, cuvueltos en sus chales de sombra y donde corren, se deslizan, so chocan, ríen, lloran, cantan, tocan en los cristales, y se dilatan y se escurren, y sin forma ni color, rozan la frente, revuelven los cabellos, y con su soplo volcanizan la imaginación y se escapan; lugares rodeados de soledad y de misterio, en que el alma se sobrecoge y reconcentra, y un no sé qué de vago la oprime, imprimiéndose en aire y eu la sombra las mismas fantasías de la mente; espíritus que se ven, almas que corren, se alejan y se acercan, fantasmas que se levantan como la -