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recha y los alzó á la altura de los ojos de Cuitino; mientras que á don Cándido se le erizuron los cabellos, y los ojos se lo saltaban de las órbitas, creyendo ver en Daniel al mismo Judas.

—Ya sé—contestó Cuitião.

— Pero no hay orden?

—No.

—Mejor, comandante.

—¿Cómo mejor?

—Sí, yo sé lo que le digo, y para eso lo he llamado. Su primo es de confianza y está en todos estos secretos.

—¿Y qué hay, pues?

—Que no conviene todavía.

—¡Ah!

—Todavía hay pocos. Pero luego que empiece la buena, se ha de llenar la casa. Y allá para el 8 ó el 9... me entiende?

—Sí, don Daniel—contestó Cuitiño radiante de una feroz alegría al comprender á Daniel.

—¡Pues! juntitosyo ando en eso.

Don Cándido pensaba si estaría loco, pues no podía creer lo que estaba oyendo.

— Cabal!—contestó Cuitiño, eso sería lo mejor. Pero falta la orden, don Daniel.

Ah, si, siu la orden, Dios nos libre! Pero Y Santa Coloma.

—Ya sé.

—Le tiene muchas ganas al gringo.

—Ya sé, comandante.

—Tuvo no sé qué pelotera con él.

—Sí, pues. De manera que, si yo consigo la orden, ¿ya sabe?

—Con toda ni partida, don Daniel.