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—Cuando usted quiera. Pero va usted á ir en mi coche, y todavía no está pronto.

—Ah, bien, bien pensado!

Daniel iba á tocar un timbre, cuando llamaron á la puerta de calle, y al momento se presentó un criado, diciendo con una voz muy poco tranquila:

—El comandante Cuitiño.

Don Cándido se echó para atrás en el sillón y cerró los ojos.

Que entre dijo Daniel.—Serenidad, mi querido maestro—prosiguió, esto no es nada.

1 Ya estoy muerto, Daniel—respondió don Cándido sin abrir los ojos.

—Adelante, mi comandante—dijo Daniel levantándose y recibiendo á Cuitiño, mientras don Cándido, al sentirlo en el escritorio, por una reacción puramente mecánica, se levantó, abrió sus labios con una sonrisa convulsiva, y extendió sus dos manos, para tomar la de Cuitiño, que se sentó en el ángulo de la mesa en que maestro y discfpulo habían pasado largas horas.

A qué hora recibió mi recado, comandante?

—Hará dos horas, señor don Daniel.

¿Y qué, está enfermo, que ha tardado tanto?

—No, señor, estaba en comisión.

—¡Ah, ya yo decía! ¡Cuando se trata del servicio de la causa; ojalá todos fuesen como usted!

Y eso mismo lo decía ayer al presidente; porque, si hemos de andar paso á paso, como el jefe de policía, es mejor que lo digamos claro, y no an demos engañando al Restaurador. Por mi parte, comandante, yo ya ni sé lo es dormir. Toda la noche me la he pasado con este hombre cerrando Gacctus para mandar á todas partes el entu-