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Daniel volvió á llarnar más fuorte aún, y al poco rato se vió verir, paso á paso, á un individuo hacia la puerta. Se acercó, miró con mucha flema y luego preguntó en inglés:

Qué hay?

Con el mismo laconismo, le contestó Daniel:

Mister Slade?

El oriado entonces sacó una llave del bolsillo y abrió la gran puerta, sin decir una palabra.

Don Cándido bajó inmediatamente, y colocándose entre Daniel y Eduardo, siguió con ellos los pasos del sirviente.

Este los introdujo en una pequeña antesala, dondo les hizo señas de esperar, y pasó á otra habitación.

Dos minutos después volvió, y empleando el mismo lenguaje de las señas, les hizo entrar.

El salón no tenía más luz que la que despedían dos velas de sebo.

El señor Slade estaba acostado en un sofá de cerda, en mangas de camisa, sin chaleco, sin corbata y sin botas; y en una silla, al lado del sofá, había una botelle de coñac, otra de agua y u vaso.

Daniel no conocía sino do vista al cónsul de los Estados Unidos. Pero conocía muy bien á su na ción.

El señor Slads se sentó con mucha flema, dió las buenas noches, hizo seña al criado de poner sillas y se puso las botas y la levita, como si estuviera solo en su aposento.

—Nuestra visita no será larga, ciudadano Slade le dijo Daniel en inglés.

—¿Ustedes son argentinos?—preguntó el cónsul, hombre como de oincucuta iños de edad, al-