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como yo, y con una buena fortuna, no hay todavía motivos por qué quejarse tanto de la suerte.

—Pero ando como un mendigo.

—Dejernos de hablar tonterías, Eduardo.

Adónde vamos, Daniel—observó don Cándido, que veo nos acercamos al Retiro?

—Justamente, mi querido maestro.

Pero ostús en tu juicio!

—Sí, señor.

—¿No sabes que en el Retiro están el regimiento del general Rolón y parte de la fuerza de Maza?

—Ya lo sé.

Y entonces? ¿quieres que nos prendan?

—Como usted quiera.

—Daniel, lo que yo quiero es que no nos sacrifiquemos tan pronto. Quién sabe qué días felices nos esperan en el porvenir Volvámonos, hijo, volvámonos. Mira que ya nos acercamos al cuartel. Volvámonos.

Daniel volvió á sacar la cabeza por el vidrio delantero, dijo unas palabras á Fermin y el coche dobló á la derecha; y en dos minutos estuvo á la puerta de la hermosa casa del señor Laprida, donde habitaba el cónsul de los Estados Unidos, el señor Slade. El gran portón de hierro estaba cerrado, y en el edificio, como á cien pasos de la verja, apenas se percibía una luz en las habitaciones del primer piso.

Daniel dió dos fuertes golpes con el llamador; esperó un rato, pero en vano.

—Vámonos, Daniel—decía don Cándido á cada momento, sin bajar del coche y sin quitar los ojos de los cuarteles, que á csas horas, cerca de las diez de la noche, estaban en el más profundo silencio.