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Amén—dijo Eduardo.

—Así contesté yo también—prosiguió don Candido, levantándome y pidiéndole mil perdones por el tiempo que le había robado á su Paterni dad. Y paso ahora á mi conferencia en San Francisco.

—No, no, no; basta de frailes, por amor de Dios; y basta de todo, y basta de la vida, porque esto no es vida, sino un infierno—exclamó Eduardo pegándose una recia palmada en la frente.

—Todo esto, mi querido amigo—repuso Daniel, —no es sino un acto, una escena del drama de la vida, de esta vida nuestra y de nuestra época, que es un drama especial en este mundo. Pero sólo los corazones débiles se dejan dominar por la desesperación de los trances difíciles de la suerte.

Acuérdate de que éstas son las últimas palabras de Amalia. Ella es mujer, y ¡ vive Dios, que ticne más serenidad que tú!

—Serenidad para morir es lo de menos. Pero esto es peor que la muerte, porque es la humillación. Desde ayer no se hace otra cosa que echársome de todas partes. Mis criados me huyen; mis pocos parientes me desconocen; el extranjero, y hasta la casa de Dios, me cierran sus puertas, y esto es cien veces, un millón de veces peor que una puñalada.

—Pero tienes una mujer como ninguna, un hombre como nadie. Todavía el amor y la amistad velan por ti, y no todos cuentan con esto en Buenos Aires. Hace tres días que no tienes casa, ni tienes nada. Te han roto, sequeado y confiscado cuanto tienes, según ellos. Y sin embargo, he conseguido salvarte más de un millón de pesos.

Y con una novia linda como un sol, con un amigo