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oído, sin embargo, no lo habia engañado cuando anunció á su amigo la llegada del coche.

En efecto, allí estaba, y dentro de él nuestro don Cándido Rodríguez, que aspiró una gran cantidad de aire de su oprimido pecho, al verse de nuevo en conipañía de Daniel y Eduardo, cuando el coche partió, volviendo á tornar el misano camino que había traído, según la instrucción que al subir había dado Daniel á su fiel criado.

Y no bien el carruaje comenzó a balanccarse en el maldito empedrado de la calle de la Reconquista, cuando Daniel preguntó á don Cándido:

A cuál de los dos?

Cómo, Daniel?

A Santo Domingo ó á San Francisco?

—Antes, es preciso que te imponga de todo, despacio, con pormenores, con...

Todo lo quiero saber; pero debemos empezar por el fin, para dar órdenes al cochero.

— Absolutamente lo quieres?

—S4, con mil bombas I —Pues bien... ¿pero no le enojarás?

—Acabe usted, ó lo echamos del coche—dijo Eduardo con una mirada que aterró á den Cándido.

—¡Qué genios, qué—genios! Bien, jóvenes fogosos, mi misión diplomática no ha tenido éxito.

Quiere decir—prosiguió Daniel, que ni en Santo Domingo, ni en San Francisco lo admiten?

—En ninguna parte.

Daniel se inclinó, abrió el vidrio delantero, dijo dos palabras á Fermin, y los caballos tomaron un trota más largo, siempre por la calle de la Reconquista en dirección a la plaza.

—Te diré, pues—prosiguió don Cándido,—hice