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una gran gananacia en las mismas especies. Tengo la satisfacción de presentar á usted á mi intimo amigo el señor Belgrano.

¡Ah! el señor Belgrano. ¡Cuántos deseos tenía haco tiempo de conocer á este caballero! Es una dicha completa la que usted me da, señor Bello.

1 —La dicha es para mí—repuso Eduardo,—que mi nombre fuese conocido del señor Mandeville.

¡Qué quiere usted, mi joven amigo! Ya yo soy viejo, y como me gusta tanto la sociedad de las bellas damas de Buenos Aires, all aprendo de memoria todos los nombres distinguidos de la juventud.

—Cada palabra de usted es una amabilidad, señor Mandeville—contestó Eduardo, que buscaba inútilmente cómo entrar en ese juego exquisito de palabras galantes, que forman uno de los atributos especiales de la sociedad culta y de la di ploinacia europea, y que no entraba en el carác ter ni en los hábitos del joven.

—No, no, justicia nada más, señor Belgrano.

Los viejos estamos siempre próximos á dar cuenta á Dios de nuestras acciones, y debemos esmerarnos en ser siempre justos y verídicos. Y, vamos á ver, ha visto usted á Manuelita, soñor Bello?

—Hoy no, señor Mandeville.

—¡Ah, qué criatura tan encantadora! Yo no me canso de hablar con ella y admirarla. Muchos creerán que mis visitas llevan un fin político cerca de Su Excelencia, y nada menos que eso: yo voy á buscar, cerca de esa espiritual criaburu, algo que alegre mi espíritu tan aburrido con los