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ciales, legislativas y filosóficas, habría sido una anomalía monstruosa..

Romper con las viejas preocupaciones españolas, en política, en comercio, en literatura, y hasta en costumbres cuando el pueblo se las fuese dando á sí mismo, era imprimir á la revolución el movimiento reformador del siglo; era ponerse ú la altura de las ideas de la época; ora hacer, en fin, lo que la misma España había de tentar más tarde bajo el reinado de Isabel II .

«Quedarse fijo en su abuelo y en su bisabuelo» para por esa solidaridad de tradiciones paternas darse la mano con la civilización europea, como acaba de pretenderlo no sé qué mal conocedor do nuestra historia europea, que ha escrito no sé qué con el título de Nueva Troye, era cuanto as necesitaba para no ser más de lo que fueron el abueky el bisabuelo, en tiempos de Carlos III y de su antecesor. Reproducción que, felizmente, la revolución tuvo el buen sentido de no apetecer jamás.

El mejor alguacil del Santo Oficio no habría opinado de otro modo; jurando que era una verda dera herejía no ser el nieto lo que fué el abuelo.

Pero sigamos el campo de los vastos acontecimientos que narramos de carrera; y de esta querte se han de percibir claras y distintas las reproducciones del abuelo y bisabuelo en el nieto, dando sus naturales consecuencias, y las que nacieron del divorcio de esas tradiciones pestilenciales.

En medio del espíritu de las armas, Buenos Aires, esa capital donde se reunían los contingentes de ideas que le enviaban todas las provincias de la Unión, como enviaban á las batallas los contingentes de lanzas, marcha á grandes pasos en el