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Hijos yo, Daniel!

—0 primo.

Vaya!

ahijado, ó lo que usted quiara.

Dios ponga tiento eu mis manos!

Y en su boca, mi querido maestro. Antes de una hora tiene usted tiempo de volver.

—¡Adiós, Daniel, adiós!

—Hasta de aquí á un momento, mi querido amigo, y el joven cerró la portezuela é hizo una seña al cochero, que no era otro que Fermin, y partió al momento.

El señor Mandeville estaba en su casa, y Daniel y su compañero, en quien ya el lector habrá creído reconocer á Eduardo, fueron introducidos en el salón, donde encendian luces en eee momento.

El señor Mandeville no se hizo esperar mucho rato, porque nunca Buenos Aires hospedó un ministro europeo más afable y democrático que aquél, con cuantos se acercaban á su casa con las insignias de la época.

El Ministro llegó con su cara distinguida y fresca, a pesar de los años, su levita abotonada, sus puños de batista cayendo sobre sus blancas y bien cuidadas manos, y con esa difícil facilidad de maneras que sólo se adquiere en el roce continuo de la alta sociedad, dió la mano á Daniel y exclamó :

—¡Oh, qué felicidad! Nunca podrá usted inaginarse, señor Bello, cuánto honor y placer es para mí verlo á usted en mi casa.

—Señor Mandeville—contestó el joven apretando la mano que le extendía el diplomático, yo nunca doy honor y placer, sino á cambio de