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de la flor, data cayó sobre el mármol y del mármol rodó al suelo.

Amalia se inclinó con rapidez para alzarla; pero, más rápida todavía, cruzó una sombra por su imaginación.

Es singular —dijo volviendo á colocar la rosa, dos veces me ha sucedido esto, y las dos con une rosa blanca: el dia en que le di mi corazón, y el día en que voy á darle mi mano... pero... vamos á otra cosa, Luisa—dijo aquella mujer que sostenía visiblemento una lucha tenaz en ese dí con sus preocupaciones y con su espiritu; y ella misma tomó un cartón de sus roperos; se acercó á un sofé, y vació sobre él varios juagos de botines y zapatos que había hecho traer expresamente de Paris, todos de una delicadeza digna do la preciosa obra de la Naturaleza á que estaban destinados. Escogió unos botines delicadísimos, que parecian cortados para una niña de doce años; luego de seperar algunos otros objetos destinados á su traje de boda, se acercó á sus pájaros, como arrepentida de haber estado tanto tiempo cerea de ellos sin tributarles una caricia.

Al acercarse y mover sus dedos entre los alambres dorados, uno de los jilgusros hizo vibrar una nota en su poderosa garganta, con un acento extraño, parecido más bien á un genido que á las modulaciones naturales de esos coristas de la Naturaleza.

Amalia se impresionó visiblemente, y en vano agitaba las manos y movía las jaulas, acción á que sus pájaros correspondían siempre con su canto; en vano. Los jilgueros saltaban por todos los círculos de alambre, pero sin cantar y perezosos.

¿Qué tienen los pajaritos, señore?—preguntó