Página:Amalia - Tomo III (1909).pdf/284

Esta página no ha sido corregida
— 280 —

Un minuto después volvía Luisa con la canasta de rosas que vimos al entrar en la sala.

Las rosas eran el encanto, el tesoro de Amalis..

Y cuando tomó en sus manos la canasta y aspiró una rosa que entonces se abría, sus ojos se entrecerraron, palideció su semblante, y palpitó su seno: era que el aroma de la flor estimulaba el arons poético de su alma, y aquella organización, sensible y armoniosa, languidecís de placer y de amor al aspirar la fresca y purísima esencia de la rosa.

Puso luego el canastillo de filigrana sobre sus faldas, y á medida que tomaba y aspiraba y examinaba las rosas, una mezcla de porvenir y de pasado, de felicidad y de melancolía, conmovía su corazón, sin duda, pues que su rostro, antes radiante, había vuelto súbitamente á su habitual expresión de dulcísima tristeza.

Las flores eran el campo, el mar, y la luz en las horas crepusculares; ejercen sobre las almas poéticas y sensibles una influencia que se escapa al mecanismo de los sentidos, que el alma misma no la puede definir, pero que la siente y se avasalla ante ella. Es la religión verdadera de Dios, ejercida en el templo de la Naturaleza, por el sacerdocio del corazón humano.

Al fin Amalia pareció contenta de una de las rosas en que escogía, y la colocó en una copa de cristal dorado, sobre el mármol de su elegante tocador.

—Ahí están mis diamantes, Luisa—dijo al colocar la rosa.

Pero en instante, fuese por el demasiado diámetro del vaso, ó por la demasiada inclinación