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mo una blanca nube abrillantada por el sol. Y era una verdadera diosa entre una nube cuando los encajes cayeron sobre sus brazos y su seno, y el transparente traje se dilató sobre el viso de joyante seda.

Una vez prendido á su cintura, Amalia ya no era Amalia, era una joven enamorada de las puezilidades del lujo y del buen gusto. Se miraba, se oprimia la cintura con sus manos, daba vuelta su preciosa cabeza para mirar su espalda en el gran espejo, ó se colocaba entre los dos roperos.

Luisa, entretanto, tocaba el vestido, le englobaba, y sus ojos estaban en un movimiento continuo, de la cintura al pie de su señora, de la cintura á los hombros, de los hombros al rostro.

— Magnífico, señora, magnífico—exclamó al fin la niña, separándose algunos pasos como para verla de más lejos.

Pero, de repente, Amalia movió su cabeza, hizo un gesto con sus labios, y dijo:

—No; no me gusta.

—Pero, señora....

—No no me gusta, Luisa. Este es más bien un vestido de baile. Además está corto de talle.

—No, señora, al contrario; está largo.

—Y grande de cintura.

—Le mudaré los broches en un momento.

—No; no me gusta. Despréndelo.

—Pues, señora, no hay otro más lindo—dijo Luisa desprendiendo el vestido.

—No importa, pero habrá otro más á mi gusto, —Va usted á elegir el peor.

—No importa; déjame. Esto es un delirio como otro cualquiera, y hoy quiero tenerlo por la primera vez de mi vida, y, sin duda, por la última.