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de Dios y del destino. Presu disputada por la desgracia y por la dioha, por la vida y por la muerte.

Entremos.

— El salón de la encantada quinta ha recobrado su olegancia y su brillo. La luz del sol, bañando, amortiguada por las celosías y por las cortinas, el lujo de los tapices y de los muebles; las nubes de ámbar que exhalaban las rosas y violetas entre canastas de filigrana, jacintos y alelíes, entre pcqueñas copas de porcelana dorada, y el silencio interrumpido apenas por el murmullo cercano del viento entre los árboles; todo hacia del salón de Amelia una mansión, al parecer destinada á las citas del amor, de la poesía y de la elegancia.

Allí to estaba la diose de aquella gruta. Con su cabello destrenzado, pero rodeando en desorden su espléndida cabeza, vestida con un batón de merino azul obscuro con guarniciones de terciopelo negro, sujeto á su cintura per un cordón de seda, que hacía traición al seno de alabastro y al pequeño pie oculto dentro de unas chinelas colchadas de raso negro, la joven estaba en su tocador con su pequeña Luisa. Y estaba allí ontre un mundo de encajes, de riquísimas telas y de trajes extendidos, unos sobre los sofás, otros sobre las sila, y ctros colgados en los espejos de los roperos.

Bella siempre, bella de todos modos, su figonomia estaba más animada que de costumbro. El cabello de sua sienes levantado, la Naturaleza parcoís, hacer alarde de las perfecciones de aquella cabeza, de la que le imaginación no balla modelo sino en las imágenes bíblicas. Sus ojos, que parecian siempre alumbrados por uns luz celestial que se escurría por la sombra aterciopelada de sus AMALIA 18.—TOMO I