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Las puertas se cerraban al prójimo, al pariente, al amigo. Y la víctima corría las calles; golpeaba las casas, los conventos, las legaciones extranjeras y una mano convulsiva y pálida se le ponía en el pecho, y una voz trémula le decía:

—No, no, por Dios; vendrán aquí y moriremos todos. No. Atrás, atrás y el infeliz salía, corría, imploraba, y ni la tierra le abría sus entrañas para guardarlo.

Los más leales y antiguos federales, ministros unos, diputados otros, generales, magistrados, todos temblaban. Nadie sabía si las cabezas estaban echadas al azar, ó si era un martirologio escrito, pasado á las manos de la Mazorca. El golpe no era súbito é instantáneo como las visperus en Sicilia, como la San Bartolomné en París. No, duraba, se reproducía á sí mismo con una exuberancia de ferocidad espantosa, y el espiritu se aterraba y postrábase más, pendiente la vida en el martillo de cada hora, en el sol de cada día.

Pero el cuchillo no podía herir á toda la familia. La madre, el niño, la virgen, no morían. Centenares de hombres escapaban á la muerte, y todo esto dejaba incompleta la venganza de Rosas, y no podía ser así. Era necesario un golpe que diese sobre todas las vidas, sobre todos los destiros, y que liriese el presente y el porvenir do todos.

Y en medio del llanto, del susto y de la muerto, á los reflejos del puñal de la Mazorca, leyó el pueblo de Buenos Aires el bárbaro decreto de 16 de septiembre de 1840, quo arrojába á la miseria, al hambre, á, cuantos eran, ó quería Rosas que fuesen unitarios,