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sentaba una combinación infernal de ruido, de brutalidad, de crimen, que no tiene ejemplo en la historia do los más bárbaros tiranos.

Entraba en partidas de ocho, diez, doce, ó más forajidos.

Unos empezaban á romper todos los vidrios, dando gritos.

Otros se ocupaban en tirar á los patios la loza y los cristales, dando gritos también.

Unos descerrajaban á golpes las cómodas y los estantes.

Otros corrían de cuarto en cuarto, de patio en patio, ó las indefensas mujeres, dándoles_con grandes rebenques, postrándolas y cortándoles con sus cuchillos el cabello; mientras otros buscaban, como perros furiosos, por debajo de las camas y cuanto rincón había, al hombre ó á los hombres dueños de aquella casa, y si allí estaban, allí se les mataba, ó de allí eran arrastrados á ser asesinados en las calles; y todo esto en medio de un ruido y un griterfo infernal, confundido con el llanto de los niños, los ayes de la mujer y la agonía de la víctima.

En la vecindad el pánico cundía; ¡y sólo Dios sabe las oraciones que se elevaban hasta su trono por madres abrazadas de sus, pequeñcs hijos, por virgenes de rodillas pidiéndole amparo para su pudor, misericordia para sus padres, misericordia para las víctimas!

El terror ya no tenía limites. El espíritu estaba postrado, enfermo, muerto. La Naturaleza se había divorciado de la Naturaleza. La humanidad, la sociedad, la familia, todo se había deso!dado y roto.

No había asilo para nadie.