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desde el lugar en que nos vamos á colocar, en caso que haya quien quiera hacer fuego sobre Lavalle; sino que, si tenemos que salir á operar fuera de aquí, por cualquier accidente, entonces no bastamos los que somos.

—Yo, por ejemplo, haya ó no combate, mo voy, con cuatro más que ya estamos convenidos, en cuanto pase la fuerza por esta calle.

Ve usted? ya quedamos menos. ¿Y adónde diablos va usted?

—A casa de Rosas.

Quiere usted prender á Manusla?

—No, por el contrario, trataría de defenderla si alguien quisiese insultarla.

—Y yo también.

—Y yo—dijeron algunos jóvenes.

—¿Pero entonces qué quiere usted bacer en la casa de Rosas? —repuso aquél, cel más grave de todos, cree usted que los rosinos se irán á esconder all?

—No, no creo tal tontería.

Y entonces?

—Los papeles.

Ah!

Los papeles, eso es lo que yo quiero.

—Muy buen provecho le hagan á usted, amigo mío; pero me parece que los papelo, y lo carabine de Ambrosio han de valer lo mismo.

—Para los militares, puede sor; para los escritores, no contestó el joven de los papeles, algo picado.

—Pues! y como vamos á deber á las escritores la caída de Rosas, justo es que ellos continúen la obra—repuso con aire burlón el que lo teuía de militar.