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su destino en el mundo, como pueblo. Con su último cañonazo había dicho la última palabra de sus primeras aspiraciones de 1810, y completado con el fuego de su pólvora la última luz del gran cuadro de su primera vida.

Le faltaba el segundo período de su revolución.

Y aquí se chocaron entonces los grandes extremos del pensamiento: la innovación que creaba, la reacción que destruía.

Triunfante la última en sus primeros pasos, la lógica de la historia no podía fallar, y era necesario que se completase el gran cuadro de esa otra faz de la nueva nación. Y el crimen, el vicio, la relajación de todas las nociones del cristianismo, la subversión de todos los principios conservadores de la sociedad, el atraso, la estagnación y la indolencia, la inacción y la impotencia del pensamiento, el olvido de la tradición y una indole scomodaticia al nuevo orden de vida, todo debía contribuir á llenar el cuadro de la tiranía de Rosas, que no debió quedar incompleto, como no lo queda ninguna de las perspectivas históricas, que nacen sin esfuerzo de situaciones dadas y francas en la vida de las sociedades.

Y allá en los futuros tiempos, cuando el pensador argentino separe la hiedra que cubra la tumba de los primeros años de la patria, para encontrar las inscripciones sangrientas de sucesos y generaciones que rodaron en la tormenta de su ju ventud, y busque, frio y tranquilo, la ingenua filosofía de nuestra historia, no se pasmará, por cierto, de nuestra larga y pesada tiranía, expresión franca y candorosa del estado social en que nos encontró la revolución; pero si bajará su frente, avergonzado de que la alta figura que haya de