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La flor, el campo, el agua, las nubes y los astros que tachonan el manto celeste de Dios, todos recibían una mirada vivificadora, al abrirse el reinado de la opulenta primavera en las regiones del Plata... menos el hombre.

Su destino, frío como una cifra, adherido á su vida como el mármol al sepulcro, é incontrastable como el paso del tiempo, le empujaba de desgracia en desgracia, y sin otra esperanza que en Dios, cuya mirada aparecía envuelta entre las nubes, sin llegar al alma, y alumbrarla, en la terrible noche de au infortunio.

La primavera comenzaba para la Naturaleza.

Pero ay el ámbar de la flor iba á extinguirse entre el olor de la sangre.

El campo iba á perder su manto de esmeralda con las manchas de sangre, que ni el pie de los años borraría.

El arroyo iba & llevar sangre en su corriente. La luz del día á encapotarse entre vapor de sangre.

Y los astros que tachonan el manto celeste de Dios, iban á quebrar su tenue rayo sobre charcos de sangre.

Jugado estaba ya el destino de los pueblos del Plata. Su vida amarrada al potro de la tiranía, nueva Mazeppa, iba á desangrarse por largos años, rotas las carnes de la libertad, en las espinas de un bosque de delitos y de desgracias. Las tradiciones de la revolución, el destino de 1810, las promesas risueñas de 1825, los progresos intelectuales de la sociedad, la moral de educación y de raza, el carácter de los pueblos, su indole y su imaginación misma, todo iba á acabar de subvertirse bajo el más disolvente de los Gobiernos, hajo la más inmoral de las escuelas públicas: hajo