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Amalia no retrocedió, no se inmutó siquicra, y con una voz entera y digna se dirigió á ellos:

—¿Por qué se asalta de este modo la casa do una mujer, señores? Aqui no hay hombres, ni riquezas.

1 Eh, que no somos ladrones —contestó uno, que se abrió camino por medio de los demás, hasta llegar á la ventana.

—Pues si es ésta una patrulla militar, no debla tratar de echar abajo las puertas de esta casa.

Y de quién es esta casa?—preguntó aquel que se habíe acercado, parodiando la ccentuación con que había marcado Amalia, aquellas dos palabras.

—Lea usted, y lo sabrá. ¡Luisa, alcanza la luz!

El tono do Amalia, su juventud, su belleza, y el misterio de esa especie de seguridad y de amenaza que envolvían sus últimas palabras, acompañadas del papel que entregaba, en aquella época en que todos temían caer, por equivocación ó por cualquier cosa, en el enojo de Rosas, llevó sin esfuerzo la porplejidad ú toda aquella gente, en cuyas cabezas no había entrado la sospecha de que en esa casa, por tantos años desierta, hubiese una mujer como la que veían.

—Pero, sefiora, abra usted—le dijo entrocortado el personaje que recibió la carta, y que no era otro en cuerpo y alma que Martin Santa Coloma al frente de su partida.

—Lea usted prinero, y después abriré si todavía lo quiere—repuso Amalia, dando mayor firmeza y aire de reproche á la entonación de su voz, al mismo empo que Luise, fugiendo valor como su señora, acercaba la luz á la reja entre una bomba de cristal.