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bien sostenida; y si lo logran, cuando los recibamos, estarán fatigados.

Los golpes se repitieron en la puerta, y en seguida empezaron á darlos en las ventanas de la sala y del comedor.

—Echenla abajo—dijo una voz ronca y fuerto que había sobresalido varias veces entre aquellas que acompañaban con un coro de palabras obscenas los golpes que daban en vano sobre la puerta y sobre las ventanas.

Pedro se sonrió, recostándose tranquilamente en la puerta de la sala.

—No se puede—dijeron muchas voces á la vez, después de haber hecho grandes esfuerzos, que se conocían por el crujimiento de los tablones que descansaban sobre dos gruesas trances.

—Tiren sobre la cerradura—dijo la misma voz que se hacía notable entre todas.

Pedro se sonrió, dió vuelta la cabeza y miró á Eduardo, de pie con Amalia de la mano en el medio de la sala.

En aquel momento cuatro tiros de tercerola se dispararon en la parte exterior, y la cerradura vino á caer á los pies de Pedro, que con una serenidad admirable se dió vuelta, acercóse á Amalia y le dijo:

—Estos pícaros pueden tirar por las ventanas, y usted no está bien aqui.

—Es cierto—repitió Eduardo,—al aposento de Luisa.

—No, yo estaré donde estén ustedes.

Niña, si usted no entra, yo la cargo y la encierro—replicú Pedro con una voz tan tranquila pero tan resuelta, que Amalia, aunque sorpren-