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M ras desiertas; més incapaz aún de procurarse eni éstas la satisfacción de sus necesidades, y por último, el hombre de la ciudad no sabe prender un toro al certoro lazo de los gauchos y tiene miedo de hundir un cuchillo hasta el puño en la garganta del animal, y no sabe ver sin agitación que su brazo está empapado en los borbotones de la sangre.

Lo desprecia, y desprecia á la vez la acción de la justicia, porque la justicia viene de la ciudad, y porque el gaucho tiene su caballo, su cuchillo, su lazo y los desiertos donde ir á vivir sin otro auxilio que el suyo propio y sin temor de ser alcanzado por nadie.

Esta clase de hombres es la que constituye el pueblo argentino, propiamente hablando, y que está rodeando siempre, como una tempestad, los horizontes de las ciudades.

Esa clase, empero, tributa con facilidad su respeto y su admiración á ciertos hombres: que son aquellos que sobresalen por sus condiciones de gaucho.

Nada más común en las sociedades civilizadas que malos generales al frente de numerosos ejércitos ignorantes de partido á la cabeza de millares de prosélitos; pero, entre los gauchos, tal aberración es imposible.

El caudillo del gaucho es siempre el mejor gaucho. El tiene que alcanzar ese puesto con pruebas materiales, continuadas y públicas. Tiene que adquirir su prestigio sobre el lomo de los potros, con el lazo en la mano, entre las charcas de sangre, durmiendo a la intemperie, conociendo palmo á palmo todas nuestras campañas, desobedeciendo constantemente á las autoridades civiles y mili-