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resistencia armada, una resistencia cualquiera á la voz de los agentes de Rosas, era una sentencia infalible de muerte, ó de desgracias de todo género, y Amalia se lanzaba á afrontarlas tentando salvar al bien amado de su corazón.

— —Ya está todo hecho, señora; tengo veinte tiros y mi sable—respondió Pedro.

—Y yo cuatro y el mio—dijo Eduardo levantándose súbitamente; pero más súbito todavía, y como si se hubiese cambiado un hombre por otro, volvió á sentarse y dijo:

—No, aqui no correrá sangre.

—¿Cómo?

—Digo, Amalia, que, en último caso, no merece mi vida que usted presencie una escena como la que hemos querido preparar imprudentemente, y que no daría, por últino, sino la pérdida de todos.

—Pedro, haga usted lo que se le ha mandado —repuso Amalia.

—¡Amalia !—exclamó Eduardo tomándole la mano.

—Eduardo—replicó la joven, yo no tengo nada en mi vida que no esté en la vida del ser que amo, y cuando el destino de él fuese de prisa á la desgracia, yo precipitaría el mío para que fuésemos juntos.

La joven no había acabado estas palabras melancólicas, expresión de su triste y enamorado corazón, cuando el galope de muchos caballos se sintió por el camino de arriba.

Eduardo sc levantó sereno, pasó al patio donde se paseaba Pedro, y entró en su aposento. Se quito tranquilamente el pequeño poncho que lo cubría aún, sacó sus pistolas de dos tiros que te-