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guna emoción profunda lo agitaba, y ella misma le abrió el camino diciéndole en el estilo qua haolaba con él, y el único que le consentía, cuando no estaban en ciertos momentos en que la poesía del amor les inspiraba un tratamiento más dulce y más íntimo:

— —Hable usted, Eduardo: yo siempre tengo en mi alma le resignación esperando la desgracia.

—No; desgracie, no—repuso aquél como avergonzado de que su amada hubiera notado en su semblante alguna expresión pasajera de temor.

Y qué es, pues?

Quizá... Quizá nada... una tonteria mia—dijo el joven sonriendo, sacudiendo su cabeza y tomando el té que había dejado Amalia en su taza.

—No, no, algo hay, y yo quiero saberlo.

—Pues bien; lo que hay es que acaba de pasar una patrulla por debajo de la barranca, y que será probablemente la misma que ha hecho fuego sobra la ballenera. He ahí todo.

✔ —Todo? bien; ya verá usted si he comprendido lo que usted ha callado. Luisa, llama á Pedro.

A Y para qué?—preguntó Eduardo.

Ta usted & airlo, El veterano apareció.

—Pedro—le dijo Amalia, es posible que intenten asaltarmos esta noche, querer registrar la casa, ó alguna cosa así: cierre usted bien las puertas y prepare sus armas.

Eduardo quedó atónito de aquel valor y serenidad de su amado, admirándola en el santuario de su alma, conociendo que no era el valor de la organización, sino el valor del amor, elevado al grado de sacrificio. Porque en aquellos momentos una