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aunque á larga distancia, una súbita claridad en el río, y el sonido de otra descargales conDios mío!—oxclamó Amalia.

—No, esa última es de la ballenera, que testa—repuso Eduardo, dejando ver sus dientes de alabastro en una sonrisa, Inezcla de contentainiento y de rabia.

Pero los habrán herido, Eduardo?

—No, no; es muy difícil; sube, hay otro peligro que evitar.

—¿Otro?

—Sube, sube.

A pocos pasos estaban ya en la casa, cuando se encontraron con Pedro, que venía atacando otra bala en su tercerola, y con su sable debajo del brazo.

Ah, ya están aquí—dijo al verlos.

—¡ Pedrol —Señora, yo soy. Pero estas no son horas para que ande usted por estos lugares.—Era ésta la primera vez quizá que el buen viejo dirigía una reconvención á la hija de su coronel.

—Pedro, ha oído usted?—le preguntó Eduardo.

—Sí, soñor, todo lo he oído. Pero estas no son horas de que la señora...

—Bien, bien, ya no lo haré más, Pedro—dijo Amalia, que comprendía todo el interés que sentia por ella aquel fiel servidor de su familia.

—Quería preguntar á usted, Pedro—prosiguió Eduardo, entrando ya en la casa, si ha podido distinguir de qué armas son los primeros y los sogundos tiros.

—¡Bah! exclamó el veterano, cerrando la puerta y souriéndose.