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Por dos veces le había rogado Eduardo que tomnase su otro brazo. Pero ella, queriendo dar vafor a todos, contestaba que no; que era la señora, feudal de aquellos parajes, y que debía siempre marchar delante.

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L Cubierta su espléndida cabeza con un pequeño pañuelo de seda negra, cuyas puntas estaban prendidas bajo la barba, sólo se distinguían el perfil de su hechicero rostro y sus ojos, en los que no faltaba una luz, ni entre las densas sombras de la noche.

En pocos minutos llegaron á la orilla del río donde la ballenera estaba atracada y aquietadu por dos robustos marineros que habían saltado á tierra con ese objeto.

La embarcación había dado por casualidad con una pequeñe abra del río.

Al acercarse las señoras, el oficial francés saltó á tierra con toda la galantoría de su nación, para ayudarles á embarcarse.

Había un no sé qué de solemnidad religiosa en ese momento, en medio de las sombras de la noche, y en esas costas desiertas y solitarias.

Madama Dupasquier se despidió con estas solas palabras:

—Hasta muy pronto, Amalia.

Un unitario jamás se atrevia á decir, ni aun á creer, que Rosas se conservasc ocho días más.

Pero Florencia, organización en que pocas veces había el consuelo de las lágrimas, sintió rotas al fin las fuentes de su corazón, y bañó con—allas los hombros y el semblante de su amiga.

A lloraba ntro de su alma mientras que las imágenes más tristes y fatídicas cruzaban por su rica y desgraciada inaginación.