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la mano de madama Dupasquier.—Usted también nos ayudará á observar el io.

—Sí, vamos contestó la aristocrática porteña con una sonrisa que mal cuadraba con su cadavérico semblante, y he aquí lo que no se me había ocurrido jamás.

¿Qué cosa, mamá?—le preguntó con prontitud Florencia.

—Que yo tuviera que hacerme federal por un momento, empleando mis ojos en espiar entre las sombras. Y sobre todo, no se me había ocurrido que tuviese alguna vez que embaroarme por estos parajes y á estas horas.

—Pero desembarcará usted en su coche dentro de ocho días, señora.

Ocho? y qué! ¿costará tanto echar esta canalla de Buenos Aires?

—No, señora—repuso Eduardo, pero usted no vendrá de Montevideo hasta que vayainos todos á buscarla.

Y será el mismo día que no haya Rosas agregó Dauicl, que fué compensado con una leve presión de la mano de su Florencia, que no se había desprendido de la suya desde que salieron del aposento de Amalia, pues que ya estaban en el comedor, sin más luz que la escasísima de la noche que entraba por los vidrios que daban hacia el rio, en cuya dirección estaba fija la mirada de todos.

A medida que pasaban los minutos por la rueda del tiempo, la conversación se cortaba y se reanudaba con dificultad, porque una misma idea absorbía la atención de todos: era ya la hora, y la ballenera no venía. Madania Dupasquier no podía permanecor allí. El conflicto de las armas podía