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Me conozco. No valdría con Florencia en Buenos Aires, ni la mitad de lo que valdré solo en aquel trance.

Y esta Amalia, esta Amalia no querer seguirlas—exclamó Eduardo.

—Amalia tiene más valor que Florencia, y otro carácter también. No habría poder humano que la separase de tu destino. Aquí estás tú, y aquí está ella; es tu sombra.

—No, es la luz, es la estrella de mi vida—repuso Eduardo con un acento de vanidad que parecía decir: «Así es el carácter que quiero en la mujer amada de mi corazón.» Ahí está la casa—señaló Daniel y se adelantó á dar orden á Fermín de poner el carruaje en la parte opuesta del edificio, luego que bajasen las señoras.

Un minuto después estaba aquél en la puerta de la casa sola.» Pero ni una luz, ni una voz, y sólo el rumor de los árboles cercanos.

Sin embargo, no bien el carruaje y los caballeros pararon á la puerta, cuando ésta so abrió, y los ojos de los viajeros, habituados á la obscuridad desde hacía dos horas, pudieron distinguir las figuras de Amalia y de Luisa paradas en la puerta; mientras que por el postigo do una ventana a50maba la cabeza de Pedro, el viejo veterano, que custodiaba á la hija de su coronel, con la misma vigilancia con que veinte años antes guardaba su puesto y su consigna, en las centinelas avanzadas de los viejos ejércitos de la patria.

Madama Dupasquier bajó casi exánime, pues el viaje la habia molestado terriblemente. Pero todo estaba preparado por la prolija y delicada Amalia; y después de tomar algunos confortati-