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porque el joven, se entiende, no era otro que Daniel, el prometido esposo de Florencia.

En una de estas idas y venidas, Daniel, al llegar á su amigo, acercando mucho su caballo, y poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

¿Quieres que haga una revelación que á cualquiera otro le daría rubor hacerla?

Acaso vas & decirme que estás enamorado?

¡qué diablos! Yo también lo estoy; no me avergonzaría de contarlo.

—No, no es eso.

Veamos, pues.

—Que tengo miedo.

Miedo!

—Sí, Eduardo, miedo. Pero es en este momento. En esta solitaria travesía. En el paso arriesgado que vamos á dar. Yo que juego mi vida á todas horas; que desde niño, puedo decirlo, he buscado la noche, las aventuras peligrosas, los pasos arriesgados; que he aprendido & domar el potro por el placer de correr un peligro; que he surcado las olas de nuestro río, más bravas y poderosas que el Océano, en un débil bote, sin motivo, sin interés, por sólo la satisfacción de verme frente á frente con la Naturaleza, en los momentos de sus salvajes jactancias; yo, que tengo fuerte el corazón y diestro el brazo, temblaría como una criatura si tuviésemos en este momento un accidente cualquiera que nos pusiese en peligro.

—Pues es un lindo modo de ser valiente! Para cuándo quieres el valor sino para los peligros?

—Si, pero peligros para mí; no para Florencia, no para su madre. No es el miedo de perder mi vida. Es miedo de hacerle derramar una lágrima, de hacerla sufrir los tormentos horribles