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do al Bajo, y tomando á gran trote con dirección al Norte.

Al pasar por el bajo de la Recoleta, ya muy de noche, dos jinetes habían salido al encuentro del carruaje, y luego de reconocerlo siguieron su marcha á dos pasos de él.

Más allá de Palermo de San Benito, lugar casi desierto en esa época y que muy pronto debía convertirse en la espléndida y bulliciosa morada del tirano, se vió á cuatro hombres venir en dirección opuesta.

En el acto los dos jinetes que lo escoltaban, prepararon las armas que llevaban bajo sus ponchos, y se dispusieron para lo que pudiera ocurrir. Pero felizmente no era gente de la Mazorca, y lejos de detener el carruaje, aquellos cuatro hombres pasaron haciendo grandes cortesías á los que iban dentro y á los que cabalgaban á su lado. Porque uno de los rasgos característicos de la época de Rosas era el afán de los hombres por saludarse unos á otros, aun cuando en su vida se hubieran visto la cara: originalidad que no puede explicarse de otro modo, que por el miedo que recíprocamente se tenían todos.

De cuando en cuando, y á pesar del aire de la noche, la misma madama Dupasquier mandaba á su hija que abriese uno de los postigos del coche para ver si venían sus amigos. Y cada vez que la joven cumplía esta orden, bien poso pesada paraella, como se comprende, unos ojos llenos de amor y de vigilancia divisaban su preciosa cabeza, y en el rápido vuelo de un segundo, uno de los jinetes estaba al lado del tribo, y un brevísimo diálogo de las más tiernas interrogaciones tenía lugar entre la niña y el joven, entre la madre y su hijo,