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se, y de aquí todos quieren irse—contestó el inglés, haciendo un movimiento con los hombros.

De manera que se gana plata?

—No mucha. En el mes pasado he hecho siete viajes, y he llevado sesenta y dos personas, á diez onzas cada una.

—Ah, no es poco.

Bah! Más vale mi cabeza, señor don Daniel.

—Sí cierto. Pero es más fácil sagarrar» al diablo que xagarrarlo» á usted.

El inglés soltó una carcajada.

—Mire usted, señor—dijo,—tengo muchas ga nas de que me noteu, por ver si me asusto. Porque para mí todo esto es una diversión. En España hacía el contrabando de tabaco, y aquí hago el contrabando de hombres.

Y el inglés se refe como un muchacho.

Pero no pagan mucho—continuó. Más me ha dado usted por los cajones que traje de Montevideo, que otros por salvarles la vida.

—Bien, pues, Mr. Douglas—dijo Daniel,—necesito nuevamente sus servicios.

—A la orden, señor don Daniel: mi ballenera, cuatro hombres que saben hacer fuego y remar, y yo que valgo por los cuatro.

—Gracias.

—Si hay que embarcar a alguno, he descubierto otro lugar que ni el Diablo dará con los que allí se escondan.

—No, no hay que llevar personas. Primeramente, ¿cuándo piensa usted volver á, Montevideo?

—Pasado mañana, si completo el número.

—Bien. No se irá usted hasta que yo lo avise —Bueno.