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lo que he hecho ni lo que he sido, en esta época calamitosa y nefasta.

—Usted es de los nuestros, señor don Cándido —repuso Eduardo.

—Yo soy de todos, sí, señor, de todos. Anoche mismo se me caían las lágrimas de los ojos cuando el señor don Felipe me dictaba ese tremendo preámbulo que va a dejar á todo el mundo en la miseria.

—Ah, aí, el preámbulo—dijo Daniel, picada su curiosidad, pero sin querer que don Cándido se lo conociese.

¡Pues! ya tú has de saber de lo que se trata.

Cómo no? desde ayer a la tarde. ¿Y no ha acabado todavía el preámbulo el señor don Folipe?

—No, hijo mío. Deben ser muchos los «Considerandos», según me dijo; pero no me dictó sino ei primero; y ese quedó en limpio después del décimo o undécimo borrador que me dictó Su Excolencia.

— Santa Bárbara Casi se podría apostar á que lo sabe usted de memoria con tanto escribirlo.

—Poco más ó menos. Pero en substancia, se trata de quitaries á todos los unitarios sus bienes después que se haya triunfado de Su Excelencia el señor general Lavalle, de quien es digno secretario mi ilustre discipulo. Y por orden de Su Excelencia el señor Restaurador, se ha puesto á trabajar el preámbulo de la ley ol Excelentísimo señor gobernador don Felipe Arana, para cuando llegue aquel caso, que no llegará, según las convicciones profundas que acabo de oir de mi honorable colega.

Daniel y Eduardo se miraban, se hablaban con