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agua, que se eleveron á pocas varas de la embarcación, arrebataron la mirada de todos, que prorrumpieron luego en un estrepitoso aplauso al tiro de la fortaleza.

En este momento la ballenera izó su vela, y como para tomar el viento Sur necesitó dirigirse un momento hacia el Oeste, todos creyeron que se venía sobre el muelle, y el primero que participó de esta preocupación fué, desgraciadamente, nuestro don Cándido. Y desplegarse la vela, bajar de la peña, entrar al agua y empezar a andar río adentro con el agua a la pantorrilla, todo fué obra de un segundo.

Pero no bier acababa de poner sus pies en esc improvisado bafio, cuando la ballenera viró de bordo y tomó al Este, volando, más bien que navegando, con la brisa del Sur. Y á ese mismo tiempo, mientras don Cándido abría tamaños ojos y cruzaba sus manos, cuatro caballos levantabai nubes de agua, corriendo á gran galope sobre él.

Don Cándido volvió la cabeza cuando ya esta be rodeado de los cuatro verdaderos federales, en cuyos semblantes no pudo adivinar otra cosa nuestro pobre emigo que su última hora.

—Usted so iba—le dijo uno de ellos, alzando sobre la cabeza de don Cándido el cabo de hierro de un inmenso rebenque.

—No, señor, venía—contestó don Cándido, haciendo maquinalmente profundas reverencias á los jinetes y á los caballos, ó más bien, á los caballos y á lcs jinetes, siguiendo el orden de una riguros cronología moral.

—¿Cómo es eso que venía, siendo así que iba usted para adentro del río?

—Sí, mis distinguidos amigos federales; venia